¿Por qué las mujeres ya no usan vestido?


¿Por qué las mujeres ya no usan vestido?
Noviembre 25, 2025 22:18 hrs.
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Por: Beatriz Astudillo
Durante siglos, el vestido fue más que una prenda: era un mandato. Representaba la feminidad bien portada, la elegancia y la docilidad que se esperaba de las mujeres. En la memoria colectiva, fue símbolo de decoro, pero también de control. Hoy, en pleno siglo XXI, muchas mujeres han dejado de usarlo. No por rechazo a la belleza o al estilo, sino porque la ropa se ha convertido en una forma de defensa, resistencia y autonomía.

Es una realidad que nos movemos en ciudades hostiles, con transporte público saturado, calles inseguras y entornos laborales donde la violencia de género persiste. La ropa, que antes servía para ’verse bien’, ahora también cumple una función práctica: proteger el cuerpo y reducir la exposición al acoso. Las mujeres reconocen que el vestido las hace sentirse vulnerables, especialmente en espacios donde el contacto físico no consentido es frecuente.

En las ciudades mexicanas -abarrotadas, desiguales e inseguras- el cuerpo femenino sigue siendo un territorio expuesto. Según la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH 2021), siete de cada diez mujeres en nuestro país han sufrido alguna forma de violencia y una de cada cuatro ha enfrentado acoso en espacios públicos. En este contexto, muchas mujeres eligen pantalones, chamarras amplias, ropa deportiva o unisex, no sólo por comodidad, sino por seguridad, ya que la ropa es para ellas un escudo. Lejos de ser un simple cambio estético, este desplazamiento tiene raíces políticas, sociales y de seguridad personal.

El pantalón, alguna vez considerado un desafío al orden moral, hoy simboliza movilidad y protección. Permite correr, subirse a un transporte público, andar en bicicleta, caminar sin miedo o correr si es necesario. ’Dejé de usar vestidos porque me sentía más observada, más vulnerable’, dicen jóvenes en foros y redes sociales. La elección del atuendo se vuelve una estrategia cotidiana de supervivencia: vestirse para no ser blanco del acoso.
La investigadora Jesica Tidele (2021) recuerda que la lucha feminista y la moda han mantenido una relación tensa, pero inseparable. En su artículo ’Moda y feminismo: la vestimenta como símbolo de protesta’, muestra cómo el acto de vestirse se transformó en una herramienta política: de las sufragistas que usaban el color violeta como emblema de dignidad, hasta las creadoras contemporáneas que desafían la industria con mensajes de igualdad.

Durante el siglo XIX, mujeres como Amelia Bloomer defendieron el uso del pantalón -los famosos bloomers- como símbolo de libertad física. Christine Bard (2012) escribió que el pantalón ’simboliza lo masculino, así como los poderes y libertades de que gozan los hombres’. Adoptarlo fue, entonces, un gesto de desafío político. Décadas después, Coco Chanel rompió las reglas al liberar a las mujeres del corsé, demostrando que la moda podía ser una aliada de la emancipación.

El siglo XX consolidó la idea de que la vestimenta no sólo cubre el cuerpo, sino que lo comunica y lo defiende. La especialista en Sociología del Vestir, Susana Saulquin sostiene que cada época proyecta sus relaciones de poder a través de la ropa. En la actual ’Cuarta Ola’ feminista, los colores, lemas y texturas son también discursos: del verde por el aborto legal, al negro del movimiento #MeToo, que visibilizó los abusos sexuales en la industria cultural y laboral.

En la ceremonia de los Óscar de 2018, decenas de actrices vestidas de negro denunciaron con su presencia la violencia sexual en Hollywood. Fue un momento de inflexión: la moda, una vez cómplice del silencio, se transformó en altavoz colectivo. Desde entonces, el cuerpo vestido dejó de ser objeto y se volvió sujeto: una superficie de resistencia. Tidele destaca que ’el vestido, cargado de significados, se ha convertido en un instrumento de protesta, empoderamiento y lucha contra la violencia de género’.

La diseñadora Maria Grazia Chiuri, primera mujer al frente de Dior, lo sintetizó con una camiseta que dio la vuelta al mundo: ’We should all be feminists’ (’Todos deberíamos ser feministas’). En su visión, no se trata de abandonar la feminidad, sino de redefinirla bajo términos propios.
La libertad que las mujeres han conquistado en muchos ámbitos convive con el temor cotidiano y la paradoja es dolorosa. La decisión de usar o no un vestido no debería tener implicaciones políticas, pero las tiene. En este país, donde el acoso callejero es cotidiano, el cuerpo femenino continúa siendo interpretado como espacio público. Es por ello que, en una sociedad como la nuestra, donde el acoso sigue normalizado, vestirse se vuelve un acto político involuntario.

No usar vestido ya no significa renunciar a la feminidad, sino afirmar un principio básico: el derecho a sentirse segura. Las nuevas generaciones lo saben bien, se visten para sí mismas, no para los otros. Eligen ropa que las haga sentir cómodas, fuertes, invisibles o visibles, según el contexto. Esa elección, aparentemente banal, es en realidad un lenguaje de resistencia y este cambio también refleja una evolución cultural.

El vestido no ha desaparecido, pero su significado cambió. Ya no es uniforme de sumisión ni símbolo obligatorio de delicadeza. Hoy, su ausencia en las calles dice tanto como su presencia: habla de mujeres que deciden, que se cuidan, que protestan con el cuerpo y con la ropa. En esa elección, entre falda o pantalón, entre cuerpo libre o cuerpo protegido, se escribe la historia contemporánea de las mujeres: una historia donde la moda ya no dicta quiénes deben ser, sino que acompaña su derecho a existir sin miedo. Sin embargo, mientras vestirse siga siendo una estrategia para evitar el acoso, la libertad de usar lo que se quiera seguirá siendo una deuda pendiente del Estado hacia las mujeres que dice proteger. #25N

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